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El trabajo con nuestros hijos debe preocuparnos y deberíamos tomarlo muy en serio Es nuestra tarea educarlos, disciplinarlos y orientarlos en la vida. La sociedad salvadoreña, lamentablemente, ha fallado en la formación de los jóvenes. La violencia que vive el país, el alto índice delincuencial, la paternidad y maternidad entre adolescentes, la asociación a grupos y actividades ilícitas y peligrosas que conducen a la cárcel, y en el peor de los casos, al cementerio, son indicadores del severo descuido de este segmento social. Pensemos: ¿Podría este descuido paternal afectar incluso, a la familia pastoral? 


Los pastores cuidamos con esmero nuestras congregaciones, estamos pendientes y atentos a sus necesidades espirituales y brindamos ayuda oportuna. ¡Y qué bueno por eso! Pero  vendría bien preguntarnos: ¿Estamos atendiendo con la misma anuencia nuestro núcleo familiar? ¿Estaremos cayendo algunos pastores en el descuido, la indiferencia y apatía en la formación integral de nuestros hijos? 


Los hijos del pastor no están exentos de los peligros que amenazan al resto de jóvenes salvadoreños. Ellos también son tentados por los vicios, el sexo ilícito, las amistades peligrosas, la vagancia, etcétera. Es nuestro deber protegerlos, corregirlos y ayudarlos a no caer en esas trampas pecaminosas. Descuidarlos sería un error garrafal de nuestra parte, y una falta que seguramente no nos  perdonaríamos toda la vida.  Es muy doloroso para un servidor del Señor tener hijos que se rebelen contra él y contra Dios, y que opten por vivir lejos  de  toda actividad eclesiástica  y que se involucren de lleno en  quehaceres mundanos. La Biblia nos cuenta de dos siervos de Dios que vivieron esa lamentable experiencia: Elí y Samuel.


¿Nos podría suceder lo del sacerdote Elí y el profeta Samuel? ¡Seguramente!  Conocemos del ministerio de esos grandes hombres de la Biblia, y en cierto modo los admiramos. Entregaron por completo su vida al ministerio, y en ese sentido fueron ejemplares;  sin embargo, vemos que  Elí tenía “hijos impíos  que desconocían a Jehová” (1 S. 2:12) y por ende hacían cosas aberrantes en el templo, quebrantando los principios de la fe que profesaban y enseñaban. Esto es muy lamentable en hijos que provienen de un hogar que supuestamente teme a Dios, pues de ellos se espera una conducta coherente con los principios que en su familia se practican.  En el caso de Samuel, quiso que sus hijos fueran jueces de Israel (1 Samuel 8:1), cosa que los ancianos boicotearon con el argumento de que “Tú has envejecido, pero tus hijos no andan en tus caminos” (1 Samuel 8:5). Triste realidad de un siervo a quien “Dios nunca dejó caer ninguna de sus palabras” (1 Samuel 3:19).


 ¿Qué sucedió con estos siervos de Dios? Bueno, pensemos, analicemos y saquemos nuestras conclusiones.


No hay datos que Elí y Samuel hayan sido indiferentes con su ministerio; al contrario, fueron hombres entregados, dedicados al llamado que Dios les había hecho. Moralmente eran sanos e intachables,  llevaban una vida normal, equilibrada y santa; y nunca se les reclamó por algo relacionado con su trabajo. Entonces, se puede ser buen siervo de Dios y sin embargo ser mal padre. ¡Contradicción curiosa!


En el aspecto paternal fallaron. Por la conducta de sus hijos, asumimos que no fueron padres abnegados en cuanto a la formación de su prole.  Lo más seguro es que en la infancia de sus hijos no ejercieron sacerdocio en su propia familia.  Descuidaron  la formación espiritual  y religiosa de sus descendientes. Ese descuido ha quedado como testimonial que debe ponernos en alerta sobre el delicado papel de pastor y padre de familia.
Razón tuvo Salomón al afirmar: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Proverbios 22:6). Pastores, nosotros no somos la acepción; si nos descuidamos, podríamos caer en el mismo error de Elí y Samuel.


Ante esa preocupante posibilidad preguntémonos: ¿Cómo anda nuestro sacerdocio familiar? ¿Estamos cuidando y atendiendo de manera especial y atenta a los hijos que Dios nos ha regalado?, ¿Estamos dándole la Palabra, el consejo, el ejemplo y la orientación apropiada? ¿Es ejemplar nuestra vida? ¿Damos un buen testimonio del poder transformador de Dios?
Nuestros hijos nos observan y esperan que modelemos un estilo de vida digno de imitar. Quieren que seamos personas responsables con los compromisos adquiridos. Anhelan que seamos individuos de palabra, honestos,  limpios de manos, labios y pensamiento.


¿Cuál es nuestro perfil como padres? ¿Regular, bueno, muy bueno o excelente? ¡Eso sólo tú lo sabes! No olvides que tenemos el compromiso de levantar una generación que tome la antorcha de la fe, para que cuando  nos vayamos, ellos continúen con la labor evangelizadora y la tarea de promover los valores del reino de Dios en la tierra.


Somos los encargados de educar y formar a los hijos, para  heredarle a la Obra hombres y mujeres sanos, santos, consagrados y de buen testimonio. Que Dios nos libre de procrear hijos impíos que no sigan el ejemplo y consejo que les hemos dado. Sería una perdida lamentable, no solo a nivel familiar sino también para la iglesia, que los hijos no emulen nuestro estilo de vida.
Meditemos sobre el papel paternal que desempeñamos, y si descubrimos que en algo estamos fallando, rectifiquemos cuanto antes el error o descuido. Tratemos de enmendar aquellos aspectos de la vida que nos vuelven indiferentes, descuidados y alcahuetes en el hogar. Por favor hagamos un buen trabajo con los hijos. No olvidemos que la mayor y mejor inversión de un ser humano es en su familia. Ella es lo más valioso que tenemos en la vida. A la familia no debemos verla con indiferencia, desidia y apatía. Nuestros hijos son herencia de Dios y por lo tanto hay que cuidarlos con dedicación y esmero.   

  ¡Que Dios nos ayude!


                                             

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     
 

 

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